martes, 23 de junio de 2009

Los amautas de Manchay


A doña Elsa Juárez le preocupa poco la gonartrosis que le obliga a aferrarse a un bastón, y mucho menos la escasez de leche en su mesa. Ella solo piensa en el tiempo que tiene para dejar su techo y entregárselo al futuro proxeneta del pueblo de Manchay: su hermano. De hacerlo, a los setenta y cinco años, cambiaría sus tardes de tejido y costura, por la recolección de papel, cartón y sobras alimenticias. Y eso, sin lugar a dudas, seguiría siendo más humano y digno que trabajar con él. Aún sabiendo lo que hizo. O pretende hacer.


Ya son nueve los años desde que vino desde Piura, la calurosa ciudad en la costa norte del país, dueña de las más concurridas playas del litoral. Sufría de asma desde que era una pequeña rolliza que correteaba entre arrozales. Aún lo es, y aún lo tiene, solo que ya no lo siente. Se le hizo normal. Sus entristecidos ojos son el reflejo del aciago en que vive. La solución de una mejora desencadenó otros problemas que no había avizorado. La promesa de ese hermano que la trajo para sanarse, se le olvidó en la sala de equipajes. O como dice ella, al referirse a la ausencia de ese auxilio rejurado y roto: "ni naranjas".


Es viernes por la mañana y el sol sigue durmiendo acurrucado entre las nubes. Elsa se dirige a tomar desayuno. Debería recogerla el autobús de la parroquia 'Espíritu Santo' de Manchay, perteneciente al distrito de Pachacámac, a una hora de Lima, pasando los suntuosos cimientos de esa urbe 'amolinada' con faraónicas fachadas y opulentos garajes. Debería traspasar los cinco kilómetros, que para nuestro caso, sería poco, entre un circo de negocios industriales a medio terminar, una gama de flechas motorizadas apretando el acelerador, una carretera infinita de perros sin dueño y los ventarrones de tierra que a uno lo dejarían ciego y atorado eternamente.
En medio de todo y, con ironía, en medio de la nada, brilla un oasis de nombre 'Yachayhuasi'. El fortín del adulto mayor, punto de encuentro de unos amigos generacionales que aún visten de sastre y guardan las melodías de una banda patronal en sus recuerdos sonoros. A quiénes se les devuelve la vida y los colores por haber perdido la imagen del arco iris. Lástima. A la señora Juárez, señora, a pesar de no haberse casado, ni tenido hijos por dedicarse a cuidar de sus seis hermanos menores, le toca caminar o esperar el transporte público, que da lo mismo esperar a que se le esfumen las ganas de desayunar. Vive en dirección contraria al poblado y comparte la habitación con su incondicional y leal sombra, justo al pie de un monte de sarrosas rocas y tierra infértil. Tiene que llegar, apresurada. al recinto donde calmará su hambre, su impaciencia, su silencio y soledad. Al menos hasta las dos de la tarde, hora en que regresará a su angustia de cuatro paredes. Le guste o no.



LA CASA DEL SABER


Estacionamos la camioneta frente al pórtico y esperamos con un snack. Un grupo de cactus se imponen en la entrada, son los mayordomos dando la bienvenida. Menos mal que la puerta falsa de aquel portón de castillo siempre anda abierta; de otro modo, cualquiera se sometería a romperse los nudillos avisando su llegada. Apolillada, pero rauda. Como aquella promoción que acaba de arribar emocionada para una nueva jornada de cotorreo, ejercicio, oración y, sobretodo, paz. Llegó el autobús. Uno a uno, los ancianos, a quienes desde ahora llamaré los 'maestros', en un desembarque calmoso, casi interminable, tantean la tierra que han de pisar. Doña Elsa llega por su parte. Saluda y los sigue. Felizmente encontró el auto colectivo que la trajo por una moneda.


Ella misma nos invita a ingresar y descubrir la verdad que envuelve tanta algarabía, tanta emoción. Preparados. Ni el viento se oye, solo el silbido de algunas aves que sirven de acorde para los otros chiflidos antiguos que parecen de carnaval. Listos. Elsa, renqueando, va delante del fotógrafo y yo. Lleva puesto un pantalón de tela marrón que, según ella, combina con el poncho de lana verde que trae, y a su vez hace juego con el sombrero de paja que tiene el mismo matiz que su bastón. El encanto nunca está demás, parece decir. O vestir. Es una leona que nació en agosto. Entramos.Tras acceder, agazapados, nos enfrentamos a un corralón. Es desolado, extenso, cuadrado. Se nos cae la lengua, mientras nuestra patrocinada se la recoge al sonreír, hinchando los pómulos. ¿Y lo divertido? En dónde está. A primera impresión, no es más que una foto sepia con manchas verduscas de plantas perdiendo la clorofila y arcilla muerta. -¿Aquí es?- Me pregunta el gráfico. Tiene la misma expresión descorazonada que yo, mientras seguimos aturdidos por la desilusión. Y la doña se pierde comadreando feliz con sus conterturlios, confundiéndose entre la multitud empieza a olvidar la queja de su rodilla y la incertidumbre de su futuro. Entonces, hombres y mujeres, todos tienen de que chismorrear. Y nosotros, sin un verso que se nos escape.Caminamos lento, entre los troncos tumbados, rodeando al pozo deshidratado en medio del patio, fijándonos en dónde pisar, como si fuese un campo minado. Tanto fue el desconcierto que el alma no se atrevió a otra reacción. Singularmente, jala mucho la atención la diversidad de muebles y sillas adosadas una junta a otra. Parece un coliseo romano del ande: quincha, cuero, fierro y madera. Las últimas, pintadas de celeste, así como suele hacerse en nuestra sierra. Para verlas mejor y encañonarlas con la cámara hay que acercarse y cuidar de no toparse la sien con las lámparas de kerosene que cuelgan del pequeño techo de caña que las defiende del sol. Petrificadas. Se nota que ya olvidaron el sabor del fuego.
"De dónde salieron tantos asientos", me pregunto en voz alta. "¡Donaciones!". De pronto me responden como si hubiese sido con intención. Es la directora de la casa, la hermana Juana Reguera Morillas, de la 'Congregación Hermanos Hospitalarios de Jesús de Nazareno y Franciscanas'. Titulazo. "Donaciones que nos hacen para beneficio del centro", concluye, reafirmándola a través de los anteojos que trae puestos y que le reducen la mirada sacra que posee. Lleva siente años aquí, desde que el suelo permitía cultivar zapallos y tomates, pero que la misma pachamama betó por la escasez de agua potable y porque el contenedor de la misma del que disponen, el cual se pierde en lo alto del horizonte, solo abastece a las necesidades básicas. Llenarlo, representa unos setenta nuevos soles. Los que tienen contados.


La religiosa vive atendiendo las necesidades físicas y espirituales a más de cuarenta ancianos -digo, maestros- entre ellos doña Elsa, quienes llegan diariamente para recibir desayuno y almuerzo, además de terapias psicomotrices, durante la mitad del día. Vestida de blanco, su mandil refleja solo buenas intenciones, pero también la firmeza que se requiere para gestionar un lugar así. Por tanto, sus vecinas, las hermanas Salesianas Oblatas, provenientes de Italia, que colaboran con ella, ya la requieren para comenzar la primera comida del día. Las aguanta. Nos presentamos y, con la misma extrañeza le principio, le lanzo la primera pregunta.
-¿Y quién solventa todo esto?- mientras tomo con los dientes la tapa del lapicero.Con un gesto de fe, mira bajo, taconea y responde con ese acento español que no se le va.-Aunque te parezca mentira, los gastos corren por parte de la divina providencia. Ella nos otorga lo que necesitamos y pedimos en las oraciones. Y claro, por la Parroquia Espíritu Santo también. Los que pueden, pagan un sol al día; otros, cincuenta céntimos; y los que no, igual se les da.


A la 'Casa del Adulto Mayor Yachayhuasi' se le bautizó así desde que el Arzobispado de Lima la mandó a construir en 1982. Su nombre es Quechua y significa 'Casa del Saber'. Era el lugar donde los jóvenes nobles incas eran preparados en todos los conocimientos necesarios para la administración y el gobierno. Pretendieron hacer la réplica de un caserón serrano. Les salió bien, pero allí quedó. Recibe la atención de la parroquia de Manchay, por intermedio del Padre José Chuquillanqui y, eventualmente, la colaboración en fechas especiales como el día de la madre, el padre, del anciano -mínimo- y Navidad. Dos señoras de apellidos compuestos y largos se encargan voluntariamente de organizar aquellas celebraciones. Traen lo que pueden. No se descarta que alguno se quede sin algo. Tampoco son la divina providencia. Por entonces ya aprendimos el porqué la llaman divina.



MAESTROS DEL VIVIR
Entretanto, el desayuno se sirve y, antes de departir, Elsa entrelaza las manos con sus otros cuatro comensales. Las nueve mesas del friolero comedor hacen los mismo. Ahora son una tribu octogenaria que se auna en un solo rezo infinito. La doña cierra los ojos, palabrea en silencio. Se sumerge en un trance religioso que la obliga a fruncir. Quizá pide por todos y al mismo tiempo por ella, enviando una plegaria repetida para desaparecer su gran temor: que la echen, que su hermano la convierta en mendiga. Hasta el momento no tiene idea de lo que sucederá. Finalmente todo concluye en un masivo 'gracias'. La hermana Juana da por terminado el devoto preludio. Amén.


Se ven deseosos de probar lo que se les sirve esta mañana, poco manchaína, nublada y húmeda, de junio. Café pasado, manzanilla, quaker, pan, mantequilla, mermelada -para los que pueden- y la primera ronda de píldoras anti todo. Sírvanse hermanitos. Desplieguen sus atados de papel higiénico y extraigan esas tabletas de Calcioferol, Dibrolax, Glibenclamida y Atorbastatina, cuánto suplemento les exige esta guerra. Elsita, así como la llaman, los acompaña con un Naproxeno contra el dolor de su articulación, más un sorbo golpeado de leche, la que aquí si tiene. El Quechua se adueña del ambiente, empiezan a hablar en su idioma original y el Jesucristo de yeso los vigila desde un rincón. Luego, se echan a cantar.


De ese modo disponen su tiempo entre oraciones y jubilosas ofrendas mutuas de escucha atenta y comprensión extraviada. Llega la hora del almuerzo y la misma mecánica se repite. Algunos lleva un envase plástico para la cena, la protagonista, también. Ahora tiene que ir y sentarse a esperar, mirando su puerta desde adentro. Alerta contra cualquier intruso provocador que trabaje para su hermano y que quiera abandonarla en medio de un arenal. Llora por dentro, pero tal es su depresión que las lagrimas ya no tienen sitio en su interior. Salen surcando sus cuarteadas mejillas como ríos salados que no encuentran final. No sabe que pasará con su azarosa vida. Ni nosotros tampoco. Queríamos ayudarla, pero no sabemos la forma correcta.
Ella solo es un vago ejemplo de lo bien o mejor que se pueden sentir al ir la casa hogar. Darles las mejoras necesarias para que puedan expender un tiempo mucho más acogedor es vital. No exigen dinero. Ninguno. Solo quieren pasarla bien. Al fin y al cabo, es lo único que importa para ellos. Un juego de naipes se convierte en la razón absoluta de una sonrisa sincera. Continuar con los donativos y ayuda, alimentaría más sus pálidos corazones y aumentaría sus días de querer seguir existiendo. Por fin entiendo el porqué de tanto alboroto. Comprendí que lo divertido no era el lugar, sino el hecho de sentirse importante dentro de una realidad que solo estos maestros del tiempo saben observar. Y vivir.



* Se notará una actitud de generosidad en una persona que esté dispuesta a esforzarse para hacer la vida agradable a los demás.

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